John Otazu, libra cada día una batalla distinta. Con cada amanecer trueca sus armas, muda el gesto y cambia la referencia. A veces se adentra por el recuerdo de Joseph Beuys; otras, sin romper con Fluxus, gira intuitivamente hacia Wolf Vostell. Hay momentos y acciones entre cuyos pliegues bien podría latir, traicionados por supuesto, ecos turbios, imprecisos de Duchamp y no faltará quien se sorprenda al mirar sus retratos de Cristo y sus bodegones atrapados, pensando en qué razones llevan al autor de esas obras para lanzarse delante de un coche, a 200 kilómetros por hora, con sonrisa incontenible y tic daliniano.
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