La misión del Arte es el conocimiento de la verdad humana

Os invito a que no creáis una palabra de todo lo que no pueda demostrar.

Me siento un farsante. Sinceramente, ¡creo que toda mi vida es una gran mentira!

La falta de medios, permisos y equipo, impide que ejecute mis acciones tal y como las concibo.

Me inspira luchar con integridad y dignidad, por un Arte capaz de crear Acciones de Compromiso Social.

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40 metros de vergüenza

Robo de ventana con nocturnidad y alevosía
Como bien podéis apreciar, la pieza es de una belleza espectacular. ¿Quién en su sano juicio se puede contener ante tamaña provocación? Me temo, que yo no.  ¡El Arte, es lo que tiene! Hay ocasiones, en las que uno está sentenciado a sucumbir estrepitosa y calamitosamente. Veréis, os voy a contar...

Cuando te ves abocado, a vivir tus circunstancias socio/económicas, político/geográficas, ético/morales, en determinado tiempo y espacio, no te queda otra que apechugar y sacar la cabeza a flote. No hacerlo, significa sucumbir sin remisión. 

Toda mi vida, me he sentido un extraterrestre. Literalmente. No haber tenido la fortuna de haber nacido entre especímenes de mi calaña, me ha lastrado una barbaridad. Y eso que no me puedo quejar, ya que he tenido la dicha de vivir con una familia increíble en un pueblo entrañable. La existencia en tales circunstancias, hacen de la soledad tu mejor aliada. En consecuencia, poco a poco, uno se va distanciando de todo aquello que te hace morir sin esperanza. Así es como, un buen día, descubres que donde los demás ven algo viejo y sin valor, tú, sencillamente, ves esplendor. ¡¡Tanto!! que en contra de las normas establecidas, te eriges en mesías de causas imposibles y, raudo y veloz, salvas algo de una muerte certera para convertirlo en Arte.

Sin proponérmelo siquiera, al escribir esta entrada, he constatado en mi fuero interno la desbordante pasión que siento por el Arte. Digo esto, porque ninguna otra cosa me hubiera provocado hacer algo tan tremendamente estúpido y ridículo. Los hechos son los siguientes. 40 metros, exactamente, separan ambas ventanas. Desde una de ellas, estaba el dueño (Joaquín ‘el de la Celita’) observando estupefacto lo que un insurrecto estaba perpetrando con nocturnidad y alevosía en la otra ventana -también suya- una que estaba en un tejado contiguo a mi casa. Para colmo, en pleno proceso ladronil, me di cuenta que Joaquín me estaba vigilando desde su cocina. ¡En fin: sin palabras!

Exterior noche. Luna llena. Para mangar una ventana abuhardillada con su correspondiente tinglado: marco, paredes de adoba, tablas del tejado y tejas (todo el lote incluido), en el sepulcral silencio de un pueblo de apenas ciento y pico habitantes, hace falta que se te vaya mucho la olla por el Arte. No soy ningún idiota; era muy consciente, que a la mañana siguiente iba a estar en las habladurías de la gente por tan pintoresco suceso. Amén de soportar estoicamente, la monserga que mi familia -en su pleno derecho- debería arengarme. 

Amaneció y tuve que afrontar con valentía la responsabilidad de mi acción. La ventana –ya, mi ventana-, bajo ningún concepto iba a abandonarla a su suerte. No convertirla en pieza artística, hubiera sido profanar su regio destino. No me quedó otra, que contratar a un albañil que arreglara mi desaguisado con materiales nuevos. 

Todo hay que decir, los dueños -tanto Ernesto como su padre- se portaron con solemnidad. Les pedí perdón por ser tan mentecato. Por su postura, más que unos ultrajados vecinos, casi parecían auténticos galeristas con pleno conocimiento de causa. ¡Un placer!

La lectura que se puede extraer de tales aconteceres, es que si por una cochambrosa ventana fui capaz de tirar por tierra mi reputación, ¡qué otras historias no podría depararme el futuro! Jamás he vuelto a robar. Al contrario: cada vez es más peligrosa y está más enraizada mi tendencia a dar.     

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