Robo de ventana con nocturnidad y alevosía |
Cuando te ves abocado, a vivir tus circunstancias socio/económicas, político/geográficas, ético/morales, en determinado tiempo y espacio, no te queda otra que apechugar y sacar la cabeza a flote. No hacerlo, significa sucumbir sin remisión.
Toda mi vida, me he sentido un
extraterrestre. Literalmente. No haber tenido la fortuna de haber nacido entre
especímenes de mi calaña, me ha lastrado una barbaridad. Y eso que no me puedo
quejar, ya que he tenido la dicha de vivir con una familia increíble en un
pueblo entrañable. La existencia en tales circunstancias, hacen de la soledad
tu mejor aliada. En consecuencia, poco a poco, uno se va distanciando de todo
aquello que te hace morir sin esperanza. Así es como, un buen día, descubres
que donde los demás ven algo viejo y sin valor, tú, sencillamente, ves
esplendor. ¡¡Tanto!! que en contra de las normas establecidas, te eriges en mesías
de causas imposibles y, raudo y veloz, salvas algo de una muerte certera para
convertirlo en Arte.
Sin proponérmelo siquiera, al escribir
esta entrada, he constatado en mi fuero interno la desbordante pasión que
siento por el Arte. Digo esto, porque ninguna otra cosa me hubiera provocado
hacer algo tan tremendamente estúpido y
ridículo. Los hechos son los siguientes. 40 metros, exactamente, separan ambas ventanas. Desde una de ellas, estaba el dueño (Joaquín ‘el de la
Celita’) observando estupefacto lo que un insurrecto estaba perpetrando con nocturnidad y alevosía en la otra ventana -también suya- una que estaba en un tejado contiguo a mi casa. Para colmo, en pleno proceso ladronil, me di cuenta que Joaquín me estaba vigilando desde su cocina. ¡En fin: sin palabras!
Exterior noche. Luna llena. Para mangar una
ventana abuhardillada con su correspondiente tinglado: marco, paredes de adoba, tablas del tejado y tejas (todo el lote incluido), en el sepulcral silencio de un
pueblo de apenas ciento y pico habitantes, hace falta que se te vaya mucho la
olla por el Arte. No soy ningún idiota; era muy consciente, que a la mañana
siguiente iba a estar en las habladurías de la gente por tan pintoresco suceso.
Amén de soportar estoicamente, la monserga que mi familia -en su pleno derecho- debería arengarme.
Amaneció y tuve que afrontar con valentía
la responsabilidad de mi acción. La ventana –ya, mi ventana-, bajo ningún
concepto iba a abandonarla a su suerte. No convertirla en pieza artística, hubiera
sido profanar su regio destino. No me quedó otra, que contratar a un albañil que arreglara mi desaguisado con materiales nuevos.
Todo hay que decir, los dueños -tanto
Ernesto como su padre- se portaron con solemnidad. Les pedí perdón por ser tan mentecato. Por su postura, más que unos ultrajados vecinos, casi parecían auténticos galeristas con pleno conocimiento de causa. ¡Un placer!
La lectura que se puede extraer de tales
aconteceres, es que si por una cochambrosa ventana fui capaz de tirar por tierra mi reputación, ¡qué
otras historias no podría depararme el futuro! Jamás he vuelto a robar. Al contrario: cada vez es más peligrosa y está más enraizada mi tendencia a dar.
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